Si un grupo musical me marcó de jovencito y antes (de niño), ese fue los Beatles. Mi devoción, mi amor, mi música durante muchos años fueron de forma casi exclusiva los Beatles; una actitud radical que me convertía un poco en marciano. Mientras mis compañeros de colegio escuchaban y adoraban a los grupos de moda, pongamos el caso de Boney M, yo seguía en mis trece con los Beatles y sólo en ellos veía la verdadera música, sólo ellos ahondaban en lo más profundo de mi corazón y razón.
En mi estuche del cole tenía pegados los nombres de Paul, John, Ringo y George (en terciopelo negro). Como contraste, las chicas de clase tenían escrito en su estuche o libretas el nombre de Kabir Bedi (nombre y fotos o fotos o foto).
Dejamos el cole. Llegó el momento de plantearse algo que estudiar, aparte de la música. Me encantaba dibujar y eso, supongo, me llevó a cursar delineación; rápidamente me di cuenta que tenía más que ver con las líneas que con el dibujo (falta de información antes de elegir), más con la exactitud, con la pulcritud que con lo artístico, más con lo perfecto que con la imaginación, ¿la improvisación? no tenía cabida; de todas maneras no se me daba mal, sólo era cuestión de repetir. Enseñanza “moderna”, rotring y lápiz del dos, y tipos con doble trabajo (muchos, aparte de ser profesores, trabajaban en otro lugar) que te enseñaban buenamente lo que sabían (no se puede enseñar lo que no se sabe). Viendo el ambiente, decidí jugar entre dos aguas, una lo establecido y la otra mi mundo paralelo (en el cual he pasado muchos ratos durante mi vida), un mundo paralelo que también te aporta, vas amasando información, ampliando tus conocimientos de forma autodidacta (eso sólo es una faceta de este mundo). También había buenos profesores de los cuales aprendí muchas cosas, no sólo de la asignatura, sino también de la vida (de los que no eran tan buenos también aprendí muchas cosas). Intentando ampliar mi conocimiento (en lo que más me gustaba), me inventé un juego que practicaba con mi compañero de clase Marc, el “pianista” de los cráneos sonrientes (ver historia “ADELANTE” en este mismo blog) y damnificado de mi locura Beatles desde EGB. Reglas del juego: en el recorrido que hacíamos andando a diario hacia el autobús, él o yo empezábamos a cantar una canción de los Beatles y mientras uno iba cantando la canción, el otro, antes de que acabase (la canción), tenía que cantar otra y cuando el otro emprendía con la nueva pieza tenías que pensar en la siguiente canción y cantarla, y así sucesivamente, y cuando a uno de los dos no se le ocurría una nueva, perdía. No recuerdo que perdiese nunca ninguno, el juego duraba tres kilómetros, más o menos, pero los de Liverpool daban para mucho. También sucedía en ocasiones (nunca he tenido afán competitivo) que a uno se le ocurría una canción que nos gustaba mucho o tenía voces y dejábamos el juego para cantar a dúo. Con eso quiero dejar claro hasta que punto me gustaban los melenudos de Liverpool, por aquel entonces ya trasnochados.
Un buen día, en clase de literatura, que la daba un profe (de los buenos; es una opinión) que en tiempos no democráticos, o menos que ahora, o no, o algo parecido, en otros tiempos, se pasaba el rato entre la Modelo (Barcelona) y las clases (Manresa); un par de años más tarde, me lo cruzaba en los pasillos cuando estudiaba música en el Sclat, era aficionado al saxo. Volvamos al hecho. Un día, en clase, el profe saxofonista mandó un trabajo para todos, una charla sobre algo que nos gustase y aquí es cuando me fijé en Carbonell. Carbonell empezó su charla y hablaba y hablaba, con datos y más datos, dando detalles de ellos, citas y cosas que jamás había oído, era otro marciano, qué digo marciano, ése era jupiteriano o de más lejos. No paraba de soltar reseñas, parecía que se lo estaba inventando. Yo el gran fan de Harrison, el que se había pasado la vida escuchando y hablando, tratando de convencer a la gente de que la única música válida, que lo mejor de la historia habían sido los Beatles, que el día que volviesen a juntarse se convertiría en una fecha a conmemorar en todo el planeta (tierra). Yo, su fan nº 1, estaba apoltronado en la silla de mi pupitre, sentado escuchando al enano, el tipo ese, que era un chulo, soberbio; encima con ropa, compases, reglas, portaminas, todo de marca y hasta tenía una regla flexible para afrontar los elipses sin compás; y el tío ahí hablando de mis ídolos, más informado que nadie, anécdotas graciosas que sacaban carcajadas a la clase (y eso que el tío no tenía ninguna gracia), seguramente sabía más de ellos (de los Beatles) que ellos mismos. Tenía que hacerme amigo suyo, amigo del tipo que había herido mi ego, o por lo menos acercarme a él y saber de donde había sacado tanta información (no existía internet); aún me quedaba la esperanza de que fuese un mentiroso hablando de un tema que sabía firmemente que nadie de clase controlaba lo suficiente para rebatirle. Este mismo día, junto a Marc, que tiene don de gentes, nos acercamos a él. Efectivamente era un chulillo, pero buena gente (coño, le gustaban los Beatles y además de manera sincera). Empezamos a hablar de los Beatles y a los pocos días nos invitó a su casa, ¡qué casa!, ¡qué pasada! Entramos y no había nadie (los padres trabajaban en estos trabajos de película, arquitecto y abogada, trabajaban padre y madre, cosa rara en aquel momento), él se manejaba a sus anchas, se encendió un cigarro (pecado), se puso un whisky (pecado mortal), nos metió en su habitación (alucinante), con su moqueta azul de pelo de angora, el mundo Beatles ante nosotros, posters, fotos, miniaturas, bolis, chapas, gafas Lennon, un bajo Hofner con forma de violín en un rincón y discos, ¿discos?, todos los discos y otros, libros, ¿libros? ¿hay gente de mi edad que lee libros en lugar de cómics?, bueno, siendo de los Beatles, yo también los leería, un chaval que tenía todo lo que quería y lo que quería eran los Beatles. Después de mucho rato aguantando al tipo, bueno, en realidad yo disfruté mucho, oí canciones que jamás había oído, él lo tenía todo, ¡qué pasada!, le convencí de que me dejara un disco, “mañana te lo devuelvo”, me fijé en una grabación, Live at the Hollywood Bowl, “mañana te lo devuelvo, hermano, te quiero, eres muy guay”; no sé si fue por su dopaje o qué, pero me lo dejó.
Emprendimos el regreso a casa, estaba entusiasmado, un disco flipante, no parábamos de hablar del tema, de la suerte que teníamos de haber coincidido con Carbonell, una alegría que me llenaba la mente de sueños, empecé a dar saltos y entonces fue cuando el vinilo se salió de su funda y cayó al suelo y, para no dejar duda de que el disco estaba dañado después de tan aparatosa caída, lo pisé (sin querer), A hard Day's Night, All My Loving, arrastrándose por la acera de baldosa gris con relieve circular bajo mi pie, no os podéis imaginar el espatarramiento (los discos resbalan a gran velocidad), al final del espagat me pareció oír las últimas notas del Help, la cara B había sido dañada de gravedad, la había restregado y la rayé, y me rayé. ¿Ahora qué? Todo nuestro gozo en un pozo, el amigo Carbonell y su amplia colección se desvanecía, se rompía, todo estaba perdido y además, ¿cómo comprar un disco? si no teníamos ni para un bocata en la hora del recreo. ¿Todo perdido? Quizá no. Nos quedaban otros tres kilómetros para pensar y nuestras mentes se pusieron en funcionamiento. Casualmente pasábamos delante de la casa de los gitanos del río (personas de mala fama, aunque os puedo asegurar que nunca habían causado ningún problema) que vivían al lado de la compañía del gas (así el del gas, que les había regalado la casa, no tenía que pagar seguridad; nadie se atrevía a acercarse.”Teoría propia”). Empezamos a cavilar el embuste: los gitanos nos quisieron robar, nos defendimos y nos pegaron, pero logramos salvar el disco, eso sí, algo estropeado. Otro problema: si nos pegaron, alguna señal nos habrían tenido que dejar, alguna herida.
Al día siguiente, antes de volver a clase, quedamos con unas amigas mayores. Una de ellas había sido enfermera, se trajo vendas y nos dejó hechos unos cromos; parecía que nos habían dado un paliza impresionante. Para más realismo usamos también el truco del lápiz con papel (pintar el papel con lápiz y restregártelo en el ojo), así parece que tengas el ojo morado (sólo me lo moré yo). Entramos en el vestíbulo del centro estudiantil, todo el mundo nos preguntaba y nosotros venga a contar la historia, todos flipaban, todos menos Carbonell, ya que no estaba como era habitual (siempre llegaba tarde a clase, por lo menos esta práctica nos serviría para cuando hablásemos con él). No podíamos aguantar más, decidimos ir a buscarle a su casa (vivía al lado) y de paso devolverle el Hollywood Bowl lesionado (éste de verdad) a su dueño, previa historia (ésta de mentira). Nos dirigíamos a nuestro destino con la confianza que nos daba el haber contado nuestra aventura y haber observado que todo el mundo se la había tragado. Llamamos al timbre, subimos, nos abrió la puerta, nos miró y soltó un “¿de qué coño vais disfrazados?”, un desastre; aparte de chulo, soberbio y rico, era listo, el único que no se tragó el cuento. No nos apalizó ahí mismo mientra ilustrábamos la historia pactada, ya sin ninguna confianza en ella, porque era un enano. Pero, por decencia, tuve que llegar a un pacto con él: le regalé a cambio dos singles originales que tenía y por supuesto nunca más pude volver a entrar en su museo Beatles.
(historia escrita en junio de 2012)
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