—¡Hola!
No hay nadie en casa. Hoy me han dado la tarde libre en el curro; habrá quedado con sus amigas. Me siento en el sofá. Estoy agotado. Gritos de placer se clavan en mi cerebro. Me tiemblan las piernas. La evidencia está detrás de la puerta de mi habitación. Abro la puerta.
No he vuelto a saber de ella.
Dos años más tarde, he recuperado el ánimo. Siento la necesidad de volver a emparejarme.
Solo.
Ando por parajes desconocidos. Solo.
Humedad.
Llovió hace poco, me parece que fue el sábado. Clavo mi dedo en el musgo; noto lo húmedo.
Es la primera vez que ando por aquí, la primera vez que voy solo de excursión. Me siento en una piedra, saco el paquete de Marlboro corto, me enciendo el pitillo. El sol se abre camino entre los árboles, me calienta el rostro. El humo del cigarro vuela libre por muchos metros, se disipa entre los pinos, rompe el aroma a naturaleza. Seguro que cualquier animal del bosque ya sabe de mi presencia.
Los humanos somos lo peor.
Un petirrojo se ha posado a escasos metros de mí. Me observa.
Hace ya cuatro o cinco minutos que me acabé el cigarro. Sigo en el mismo lugar, sobre la piedra fría, que poco a poco se ha ido templando.
Cierro los ojos. El sol calienta mi rostro.
Me incorporo y echo a andar.
Solo.
En un claro del bosque veo una familia de Tricholoma terreum. No tengo cesta; está en el coche.
Eclosión.
Sigo andando. Me siento en una roca, fría. Estoy en la sombra.
Veo pasar un ciervo: grande, fuerte, solo. Gira el cuello, me observa, se va al trote.
Majestuoso animal.
Saco mi cantimplora. Bebo.
Observo.
Veo un Hygrophorus latitabundus. Me acerco. Al menos hay seis.
Son cinco.
Sigo andando.
Solo.
Miro entre las ramas del boj. Latitabundus: cuatro, siete, doce.
Sigo.
Llevo contadas más de cuarenta llanegas.
Saco el bocata de mi mochila. Hinco el diente.
Le ofrezco un trozo de fuet. Se lo zampa.
Sigo comiendo. Me mira con carita de pena; parece simpático.
Apesta.
Le doy un trozo de pan. Lo olisquea. Me mira.
—Si te comes este pan, te doy un trozo de fuet.
Se zampa el pan. Exige. Se zampa el fuet.
Decido desandar lo caminado. Él me sigue.
Ando con compañía.
Llego al coche, cojo la cesta y la navaja.
Camino con el perro. Ya no estoy solo.
Empiezo a recolectar las Tricholomas, aterciopelados, como pelos de ratón.
El perro chafa unas cuantas (cosa de perros).
Encesto las llanegas.
—Guau, guau.
Ha detectado algo. El chucho se pone nervioso.
Debe de haber algún animal cerca (aparte de mí).
Decide ir tras él —ese animal invisible—.
Le sigo.
Andamos durante más de una hora. En varias ocasiones me he dado la vuelta e intentado dejarle ir a su bola, pero siempre ha regresado a mi lado y me ha convencido de que lo siga (aunque apeste... tiene una carita preciosa).
Nos hemos internado demasiado en el bosque.
No sé dónde estoy.
Me asusto.
Se para.
Me paro.
Observa.
Miro y veo cómo una chica con una cesta se acerca a la orilla de un lago de aguas humeantes (¿térmicas?). Deja la cesta a su vera y a la vera del lago. Se despoja, seductora, de su ropa. Es preciosa. Se quita la última prenda: nalgas perfectas. Me enamoro. Entra en el agua lentamente, hasta que el líquido cubre sus sonrosados pezones. Se zambulle, ondulando su cuerpo, mostrando de nuevo sus perfectas nalgas. Desaparece. Emerge unos metros más adelante. Vuelve a desaparecer bajo las aguas. Reaparece cerca de la orilla. Sale del lago. Su ondulada cabellera dorada cae sobre sus hombros. Es la más hermosa de todas, la más bella criatura que jamás he visto: delicada, perfecta.
Se gira, levanta la vista hacia nosotros. Creo que nos ha visto. Me escondo mejor. No, no nos ha visto: está demasiado tranquila. Es bellísima.
El perro sale de nuestro escondrijo. Intento cogerlo, pero no puedo. Se lanza en una carrera frenética hacia ella, ladrando, enfurecido. Se abalanza como un auténtico lobo sobre su víctima: dentelladas, sangre a borbotones.
Estoy verdaderamente asustado. Nunca había visto nada igual. Tengo miedo.
En cuestión de segundos, sólo quedan la cabeza y los huesos del pobre perro.
Levanto la vista, nuestras miradas se cruzan. Estoy paralizado. Su rostro y su pecho son de un rojo intenso; ríos de sangre recorren todo su cuerpo hasta sus pies. Inmóvil, no puedo dejar de mirarla. Quiero huir, pero mi nivel de reacción es nulo, estoy agarrotado. Ella me da la espalda y se vuelve a zambullir en el lago. Cojo la navaja, lanzo la cesta y salgo corriendo, corro con todas mis fuerzas, corro sin sentido. Solo. Asustado, aterrorizado. No sé dónde me encuentro. Las fuerzas empiezan a abandonarme, está anocheciendo, no puedo más. Caigo rendido en el suelo. Silencio. Solo.
Tengo que encontrar un lugar para pasar la noche. Una cueva. He tenido suerte, pasaré la noche aquí. Tengo candela, haré un fuego. Recojo toda la leña que puedo. La noche me rodea, tengo frío, tengo miedo. La tenue luz de la luna apenas me deja ver la entrada a mi morada. Mañana será otro día.
En plena oscuridad, ya en el interior de la cueva, amontono las ramas recogidas, enciendo el mechero, lo acerco a la montaña de leña. Suerte que de pequeño estuve de campamentos, no tarda en prender. La cueva se ilumina. Al otro lado de la fogata, está ella.
No hay comentarios:
Publicar un comentario